
Barnes había esperado. Ése es uno de los caprichos de la oportunidad. Tiene el curioso hábito de aparecer por
la puerta de atrás, y a menudo viene disimulada con la forma del infortunio, o de la frustración temporal. Tal
vez por eso hay tanta gente que no consigue reconocerla.
Edison acababa de perfeccionar un nuevo invento, conocido en aquella época como la Máquina de Dictar de
Edison. Sus vendedores no mostraron entusiasmo por aquel aparato. No confiaban en que se pudiera vender
sin grandes esfuerzos. Barnes vio su oportunidad, que había surgido discretamente, oculta en un máquina
estrambótica que no interesaba más que a Barnes y al inventor.
Barnes supo que podría vender la máquina de dictar de Edison. Se lo sugirió a éste, y, de inmediato, obtuvo
su oportunidad. Vendió la máquina. En realidad, lo hizo con tanto éxito que Edison le dio un contrato para
distribuirla y venderla por toda la nación. A partir de aquella asociación, Barnes se hizo rico, pero también
consiguió algo mucho más importante: demostró que uno, realmente, puede «pensar y hacerse rico».
No tengo forma de saber cuánto dinero en efectivo reportó a Barnes su deseo. Tal vez fueran dos o tres
millones de dólares, pero la cantidad, cualquiera que sea, se torna insignificante cuando se la compara con la posesión que adquirió en forma de conocimiento definido de que un impulso intangible se puede transmutar
en ganancias materiales mediante la aplicación de principios conocidos.
¡Barnes literalmente se pensó en asociación con el gran Edison! Se pensó dueño de una fortuna. No tenía
nada con qué empezar, excepto la capacidad de saber lo que deseaba, y la determinación de mantenerse fiel a ese deseo hasta haberlo realizado.
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